El sentimiento es independiente de un cambio de color. Si un verde es reemplazado por un rojo, el cuadro puede haber cambiado de aspecto, pero no de sentimiento. Siempre he dicho que los colores son fuerzas. Es preciso organizarlos con el fin de crear un conjunto expresivo.
(Henri Matisse)
La mirada de los artistas no puede separarse de la percepción subjetiva, dentro de un proceso de introspección que generará una idea (re)construida de aspectos culturales aprendidos, memoria y sentimientos.
Todo paisaje está acotado por unos límites preestablecidos. Caminar, adentrarse en la experiencia del observador, suma instantáneas y sólo, al detenernos en el territorio, la visión se concreta en una imagen que se construye. Podemos volver a la escena, donde la luz es cambiante como el ánimo y donde el espacio juega con el paso del tiempo . Se amplían los puntos de vista, la necesidad de girar sobre nuestro pies para analizar el entorno que nos envuelve en una imagen continua, como un apunte inmaterial de una sensación percibida, de una panorámica sensible que conmueve.
Muchos son los caminos en los que estructuramos la vida y en todos ellos, el paisaje, en el que hemos crecido y compartido nuestras pequeñas historias, viene coloreado por las estaciones del año y su cromatismo. Las formas que la definen son imaginarios (rocas, abrigos rupestres, bosques, ríos). Vamos recopilando etapas llenas de aromas, de campos dorados de cereales maduros y enverdecidos por la vegetación perenne que puebla las montañas. Lugares donde la fauna encuentra su espacio y la flora aporta aromas y pinceladas de color en un manto tendido sobre la tierra. La geografía humana recrea sus sentidos entre el frescor del agua y la naturaleza palpable de sus parajes, bajo un cielo de un azul infinito y puro, donde las estrellas se asoman cada noche y los atardeceres nos hablan, entre rojizos y anaranjados horizontes, de fríos nuevos amaneceres.
Este paisaje, muchas veces idílico, nos trae recuerdos de infancia. Algunos de ellos se capturaron en las fotografías de blanco y negro en las que podemos mirarnos en encuentros sociales entre comidas familiares y de amigos, romerías y festejos. Encuentros donde la naturaleza se transforma en el telón de fondo y donde nos dejamos cautivar por la calma que sólo el poeta sería capaz de transformar en la metáfora del paraíso. Imágenes para escribir en verso o novelar leyendas. Imágenes con las que ilustrar un cuento o imaginar la vida de nuestra familia, la que escuchamos cientos de veces sentados al calor de la estufa, embelesados al imaginar lo diferente que era la vida hace ochenta años.
La tierra de la que hablamos se define por su diversidad orográfica, que la llena de costuras pétreas y caídas de agua. Una tierra cargada de misterios, de límites fronterizos y de climatología adversa. Esta realidad ha atraído a artistas de diferentes ámbitos para plasmar sobre el papel y la tela un fragmento de su entendimiento con el paisaje vivido. A mí me cautivaron sus construcciones tradicionales, que se mimetizan con sus puertas de madera (del bosque cercano) y el hierro (arañado a la tierra); con sus paredes de piedras calizas y de rodeno, unidas con argamasa de yeso tradicional como parte de la tierra sobre la que se apoyan. También me cautivaron sus ventanas, los ojos de la casa, con sus elegantes y sencillas rejas forjadas. Frente a ellas un mundo de vivencias quedaba al otro lado del cristal y detrás de ellas la imaginación se desbordaba. Recreé sus formas para construir cuerpos geométricos que hablaban de un hábitat propio, de miradas indiscretas y de sueños que volaban entre las costuras y las labores domésticas. Por ello, surgió la idea de hablar de un tiempo de espera. Esperar está muy arraigado a esta tierra, de la que muchos hemos partido y a la que algunos hemos vuelto, porque nuestra identidad se refugia en cada rincón vivido y la soledad, a veces, es un tiempo de espera.
Nuestra pantalla no sabe de tecnología; se abre al mirar a través de la ventana. A veces, en su diminuto tamaño enmarcan un trocito iluminado, nevado, húmedo por la lluvia y helado por la escarcha del amanecer. Pequeñas estrellas blancas unen el cielo y la tierra en un microcosmos que se mima, que se respeta y se comparte. Esta es la idea que envuelve mi trabajo, que me anima a trasladar a la materia esa parte de la memoria que conservo en mi archivo de palabras, de colores, de tacto y aromas. Sensaciones propias de quien ha nacido en una serranía, lugar fronterizo, de límites, de riquezas y carencias, de historia y vida.
Volver a mis orígenes fue un reencuentro con lo conocido y la necesidad de hablar de todo ello me encaminó a una forma de expresión plástica cercana a la tierra, a su colorido, a sus formas. Cada día siento la necesidad de hacer visible la singularidad de esta experiencia a través de las formas y los trazos, de los colores y las palabras.