El desmantelamiento del conocimiento, del valor del saber, del acceso a la educación y la cultura de las clases más desfavorecidas comenzó con las turbias reformas emocionalistas y retrógradas de los años noventa del pasado siglo. Poco se diferencian las hijas y primas que nacieron a su rebufo con otros colores y partidos.
La sociedad asiste a este drama ajena a la destrucción de la escuela pública. Los profesionales, atónitos muchos de ellos, no hemos sabido articular medios de presión ante semejante catástrofe. La psicología positiva, la pedagogía acientífica, fundaciones de grandes empresas, gurús de la nada y el modelo económico neo liberal se unen de la mano.
El rey sigue desnudo pero insisten en dogmas sentimentaloides y adjetivos como progresista que insultan a una razón descabezada entre tanto despropósito.
Nuestros hijos pasan horas y horas en el colegio y el IES (no tantas como con sus tablets y móviles), pero parece ser que lo único importante es que les demos un papel con un título aunque no sepan hacer nada. Si no lo logran, habrá que diagnosticar la causa hasta el infinito, inventándola si es menester para contentar a familias que prefieren excusas a educación. Mientras tanto, millones de alumnos deambulan en un mundo que ha creído que lo más democrático y progre es la ignorancia. Millones de personas con problemas serios para leer, escribir y hacer las cuatros reglas básicas. Millones de regalos, burocracias estúpidas y aprobados generales. Millones de parches ante una educación líquida que hace décadas que se nos escapa entre los dedos.
